sábado, 3 de marzo de 2007

Ciao Miguel

Todo estuvo pasando aquí al lado, en silencio. En el silencio que decidiste tú mismo al poner ese cartel de "por favor, no llamen al timbre" en la puerta de tu casa. Los timbrazos te molestaban. Y derivaste el teléfono, porque las llamadas no hacían más que aumentar tu angustia. Tú elegiste el silencio.

El silencio de esa uvi-móvil que se atrevió a alarmar a los vecinos una sola vez, tímida. Una voz artificial, ahogada, que se arrastraba calle arriba, muy despacio. Después, unos pocos arremolinados a la entrada de tu casa, mirando la furgoneta amarilla con las puertas abiertas, enseñando las tripas de plástico y metal, los tubos, las máquinas de hacer ping (cómo te reías aquella vez que te lo conté), los monitores y las mascarilla de oxígeno. Todo eso a lo que te negabas, tú y tus padres, te estaba esperando con los brazos abiertos. Todo listo para adormecerte en tu suave tránsito a la muerte.

Dos meses han pasado. Dos meses desde la última vez que me crucé contigo y hablamos atropelladamente. Cada vez que nos encontrábamos yo sentía como una urgencia escondida tras tu figura menuda, tu andar pausado y tu desbordante calma vital. Claro. Ahora lo entiendo. En menos de diez horas, sobredosis de información. Un resfriado que derivó en una neumonía que derivó en... tu muerte. Mes y medio postrado en la cama. Hace tres semanas ya no permitiste visitas de nadie. Te despediste de tu familia. Lo sabías, pero en todo ese tiempo no fuiste ni siquiera un rumor en esta calle. No querías.

Al nacer te pronosticaron seis meses de vida. Maldita cariopatía aguda. A tus menudos diez años podías morir en cualquier momento. Tus padres, higienistas, buscaron y rebuscaron medicamentos homeopáticos por toda España, y cuidaron tu alimentación, y te convirtieron en un tipo saludable dentro de tu maldita enfermedad. A los veinte estuviste a punto de ser controlador aéreo. Tus aviones. Pasión por los aviones. Y por la armónica. Como no podías correr como los demás, te compraste una moto. Qué pedazo de moto. De las de ir sentado, con la barbilla en alto y los ojos puestos en el horizonte. La envidia de todo el vecindario. Casi todos los días nos cruzábamos: yo llegaba de trabajar, tú de tus garbeos por el asfalto. A 300 metros nos saludábamos. ¿Qué tal Miguel? Y tú levantabas el pulgar embutido en tu casco. La penúltima vez que nos vimos me regalaste la maqueta de un avión que te curraste en dos días, con la madera de barco que me sobraba. Yo quise ver tu colección, pero se hizo tarde. Otro día me paso, Miguel, ahora estoy muy liado. Malditas prisas.

Hay gente que pasa por la vida gritando, destacando, o siempre queriendo destacar. Tú no. Ahora no voy a decir que fui tu amigo, porque se supone no lo era, ni voy a decir que quise serlo, porque eso es muy fácil. Sólo te digo que hace un rato me descubrí llorando frente a tu cuerpo, joder, tu cuerpo muerto. Estabas guapo, cabroncete. Sé más de tí que de muchos otros con los que me cruzo todos los días. Si vivir es dejar huella, tú has vivido, colega.



Ciao Miguel...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo tambien me descubri llorando ayer mientras leia las palabras de mi madre aqui lejos, a tantos kilometros...ciao Miguel...